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das Mystische 2.1

REMIX

REMIX

¿Saber de la razón de tu sinapsis y adivinar quién eres? ¿Dudar de la ecuación de tu hipocampo, de la versión superviviente de una imagen, y de toda la apariencia que aún recuerdas? Pero yo me inclino más por utilizar los conceptos alejados de todo contexto, juguetes científicos que apenas si comprendo y que nunca me ayudan demasiado a descifrar el jeroglífico. Ante el intenso acoso darwiniano, extremo y matemático, acabo apareciendo invulnerable, casi insensible. Y la vida que amontono en los estantes, a la contra o a la espera del futuro, apenas si se muestra en el desorden, oscura y excitante, cumpliendo su función de dato inútil. Como escribe Peter Handke: “Cada detalle parece ya esclarecido para la opinión, parece haberse convertido en una mancha blanca. Cada vez más ámbitos del universo se han convertido, por pura información, opinión, noticia, nuevamente en manchas blancas”. Y uno escribe aquí sus manchas blancas, inmaculadas y blancas, para dar buena cuenta de ello. Aunque el científico concede que aún no lo sabemos (“no nos importa saber qué es la Drosophila o el mono, sino qué somos nosotros”), no parece que asintamos, con los datos aún calientes en las manos, demasiado convencidos. Y por ello tratamos de escribir lo inexplicable, ahora, como ayer, y como siempre, “como si uno tuviera que recuperar de la información absoluta todos los ámbitos de la vida (y sigo aquí con la cita de Handke) y resucitarlos para los demás mediante la escritura”.

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La metafísica pop de Franco Battiato. A cierta pregunta mal planteada, una pregunta carente de todo sentido, Battiato responde: “Preguntarme si creo en la reencarnación es como preguntarme si creo en la vida. No es algo racional, pero lo comprendes al mirar los ojos de un niño. He visto niños viejos de dos mil años”. Y uno no puede dejar de imaginar, observando ensimismado en el parque de los juegos infantiles, rodeado de mocosos que giran agitados como locas peonzas, que esas diminutas criaturas, esas apariencias energéticas manchadas y marcadas de arena y de alegría, no son más que la imagen extranjera de un ejército de veteranos de la vida.

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En la vida, nada se parece tanto a esta engañosa sensación de calma. No se trata aquí de que nada falte, en mi interior o en el triste espectáculo de los escaparates; ni de que todo se mueva a mi alrededor sin intención declarada, sin apenas sentido. ¿Cómo puedo, cuando me asalta la duda, llegar a comprender la intensidad adictiva de este brillo? A veces miro en la voz crepuscular de la inactualidad nietzscheana, o quizás buceando mucho más hondo, en el duro mar de las imágenes, de la música o de la fotografía; pero tampoco así acabo nunca por estar demasiado cerca. Más bien se trataría, creo yo, de acometer con acierto un ejercicio de estilo para esta situación inesperada. Y es entonces que me asaltan algunas preguntas: ¿dominaría con ello las reglas extrañas de este juego? ¿Hundiendo, quizás, en las raíces, entre versiones de escombros, mujeres y medusas? ¿Aparentar que vivo compartiendo la apariencia, alegre o despistado, y gozar del cigarrillo? (Hundiendo en las raíces de su entorno, acelerando el vuelo, hasta alcanzar exhausto, me digo, atacado por cierta versión del Parkinson, un simulacro de amnesia).

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“El día que se torea crece más la barba –recuerda Juan Belmonte, a través de la prosa sencilla de Manuel Chaves Nogales. Es el miedo –dice Belmonte. Sencillamente, el miedo”.

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Antes de comprender la profunda intensidad de todo aquello consiguió imaginar un lago verde, desierto, cubierto con hojas amarillas, y un hermoso acoplamiento de extrañas criaturas, rizos perfectos, curvas y gestos. Pero el titular del periódico le mostró la realidad con la cruda omnipotencia de un dios secreto. “El celoso –decía David Grossman- es aquel que construye un paraíso para ser expulsado de él”. Y él hubiera preferido no leerlo, y mantenerse al margen, y seguir absorto en el éxtasis de las líneas del paisaje. Para no desvelar el pacto, la deuda contraída, y el duro peligro que corría, él, inventor del cielo, ejemplo de aguafiestas, demiurgo del otoño.

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Intentó faltar a la verdad, a pesar de lo mucho que esperaba de ella. Las noticias, sin embargo, más allá de los pequeños trastornos domésticos, no eran buenas. Él, algo embriagado, hubiera escrito: “estoy contento de que te interpusieras en mi camino”; pero el crimen no admitía, en honor a la verdad, andarse con juegos o metáforas. Nada que sonara a falso, a mentira, a falta de afecto; nada que sonara a nada fuera de contexto. Y él sentía la obligación de ser real, real por un momento (And what can I tell you my brother, my killer, What can I possibly say?), cuando el verdadero crimen se había cometido a tan sólo unos cientos de kilómetros (¡Mi madre no existe –gritaba aún el asesino-, mi madre no existe!). Y él deseaba poder explicárselo a todos y explicárselo a sí mismo, como quien muestra las pruebas inequívocas de un diagnóstico infantil equivocado; como quien vive todavía trabajando (intercambiando) herramientas de la infancia.

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